Eres una mujer inquieta

Eres una mujer inquieta

Eres una mujer inquieta…….
Le susurró él rodeándola con su brazo en aquel primer encuentro furtivo mientras que con la otra mano acariciaba suave y lentamente su tez, su cuello, sus hombros, su pecho. 

Pues hoy te vas a estar quieta

Y esa frase se coló por los poros de aquella mujer indomable a la vez que quedaban grabadas desde ese día y para siempre en la memoria de su piel esas primeras caricias robadas. 

Jamás, en sus 43 años de vida hubo un hombre que se atreviera a hablarle como lo hacía él, utilizaba imperativos que en cualquier otra ocasión hubieran desatado la furia de ella. Ella. Mujer feminista, combativa, vehemente y fuerte, aparecía desarmada ante las formas de aquel desconocido. Y sin más se dejó llevar por la fragancia de lo inquietante e imprevisible.

En ese momento no solo el tiempo se detuvo, las personas que los rodeaban en aquel chiringuito de playa, donde se vieron por primera vez apenas unas horas más tarde de haber cruzado un sinfín de palabras y emociones en un irreverente whatssap que provocó más de una sorpresa y mucha excitación, una a una fueron desvaneciéndose, desapareciendo entre las caricias de ellos que ya no percibían más que sus cuerpos. 

Él acariciaba, miraba y besaba sus manos mientras el sonido del mar se confundía con una melodía sensual inquietante, excitante. Todos los sentidos de ella estaban disfrutando de ese momento, el olor a sal y la fragancia de él que la embriagaba, la música de las olas y la voz de ambos recorriendo trocitos de vida, armónicas, serenas, sensuales, sus miradas en casi permanente contacto, ella por doquier, cuando volvía al mundo de un vuelo de sentidos, encontraba sus ojos, unos ojos profundos y amables con un fondo de osadía que los hacían sencillamente irresistibles,  y el sol que brillaba excepcionalmente ese 8 de mayo, la suavidad en contacto con la piel de él, y el sabor tomado a pequeños sorbos suaves y lentamente, como si se tratara de leerse las cicatrices de la piel y desencriptar un oculto jeroglífico que les descubriera un inmenso mundo de placeres desconocidos.

Poco a poco y como si de una secuencia perfecta de notas musicales se tratara, sin dejar de tocarse ni por un segundo, las caricias llevaron a los abrazos apasionados, los besos, la fusión. Eran dos personas desconocidas y ella sentía que era la primera vez que leían con tanto acierto sus pulsiones y deseos, si deseaba que la besara, él la besaba, si deseaba que le acariciara los pechos él le acariciaba los pechos y si deseaba que apasionadamente le cogiera del cabello y la abrazara tan fuerte como para romperla, él la agarraba del cabello y la abrazaba tan fuerte que parecía que quisiera romperla.

Ella ni siquiera podía estar desconcertada porque no estaba, solo sentía y volaba y volaba y volaba. Las manos de él, su mirada hipnotizadora, esa voz serena y firme, y el olor embriagador que desprendía eran elementos suficientes para aniquilar la mente de ella, una mente creada para protegerse de hombres peligrosos, dominadores, irrespetuosos. Siendo una mujer fuerte y determinada no permitía una sola muestra de dominación de un macho hacia ella, si percibía cualquier acción que podía presuponer de dominio ella reaccionaba como una loba defendiendo su libertad, su espacio, su ser. Pero aquel hombre de alguna extraña manera la dominaba y a ella le excitaba, en otras ocasiones se había dejado llevar por su fogosidad, pues siempre se supo cómo mujer ardiente entregada a los placeres del cuerpo, pero controlando ella la situación, dominando, dirigiendo. Hoy era diferente, se dejó llevar y voló.

 Ya no era mente, solo pulsión.

Sentada ella encima de él sentía como aumentaba su respiración y excitación; estaba mojada, muy mojada, deseaba que aquel desconocido la penetrara, la chupara, la atara, la azotara, lo deseaba todo, su cuerpo que nunca ha sabido mentir lo pedía a gritos, y él, experto en jeroglíficos, leyó las señales que le enviaba y empezó a tocarle suave muy suavemente el clítoris. Ella sentía vibrar todo su cuerpo y acompañaba los roces de él en su sexo húmedo con el vaivén de su cintura y así masturbándola él, besándose, acariciándose y entre miradas de complicidad provocadora se alejaron del chiringuito y se tumbaron en la arena de la playa.

Era media tarde, el sol calentaba un ambiente que ya de por si solo hubiera fundido los polos, y ambos se desnudaron en aquella playa con la misma serenidad que habían estado hablando y reconociéndose en la piel. Él la tumbó a ella sobre la arena y continuó masturbándola, y ella se entregó al placer. Sentía como él jugaba con su sexo, como rozaba sus labios casi sin tocarlos y eso la excitaba extremadamente, mientras con la otra mano acariciaba su cuerpo, sus pezones, sus pechos, la agarraba del cuello, le tapaba los ojos, cada movimiento provocaba un sinfín de reacciones todas placenteras que la mantenían en un vuelo constante. Ni sabe las veces que llego al orgasmo. Era como estar en pleno éxtasis de placer y que no se acabe nunca. Perdió la noción del tiempo, del espacio, de su mente racional, solo sentía goce, disfrute, placer… ¡éxtasis!

Era tal el éxtasis que sentía que sin intentar ni siquiera contener el deseo agarró tímidamente el pene de él y lo dirigió hacia su sexo impaciente por ser finalmente penetrado, y ahí en medio de todo sintiéndose en la nada se fundieron en un instante que quedará grabado para siempre en la memoria de su piel y de su alma.

Cuando se dieron cuenta había caído la tarde, ella permaneció en un vuelo de éxtasis por horas, por días, nunca imaginó que de un juego inventado por ella para recabar ideas para sus clases de género surgiera este descubrimiento, una extraordinaria serendipia sin duda que aparecía más interesante que el juego que había iniciado. Ahora no era ella la que dirigía el juego, se convirtió en jugadora y ávida de curiosidad por experimentar más allá de lo nunca experimentado, en todos los sentidos, recordó la única regla que había dirigido su vida hasta y empezó a jugar sin reglas. Se presentaba peligroso el juego y por eso excitante, y se dispuso a jugar la partida sin límites.

Ese día ella se redescubrió como la mujer impulsiva que había sido y se entregó a ser descubierta, descubierta en sus libertades y en sus límites. 

A ese encuentro le precedieron 14 más hasta la fecha, en cualquier lugar del mapa, siempre sin piel, expuesta a sentir y experimentar. Todos y cada uno de esos encuentros han sido totalmente placenteros en todos los sentidos, en cada uno descubriéndose, desnudándose, entregándose. Quedan aún barreras que franquear, pero la partida sigue de la misma manera que empezó, sin reglas, sin condiciones, sin límites.

El juego de la vida es imparable.

Por Rosa Libertad

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