Nos conocíamos.
Nuestras miradas se habían encontrado en cada amanecer de palabras, caminos y descubrimientos. Nos gustaba compartir momentos, los esperábamos.
Conversábamos dilatadamente sobre nuestras vidas, confesiones íntimas y apasionadas, cayendo inmersos en un tiempo que siempre se nos hacía corto y tomando café frío en aquella caliente cafetería hecha de rocas de mar y calma brisa.
Nos gustaba el riesgo y llevábamos al límite nuestros cuerpos, escalando por paredes de piedras que se deshacían a nuestro paso, despeñándonos por angostos precipicios, conquistando paisajes, emociones y momentos de belleza indescriptible, y finalizábamos nuestros encuentros fugaces al amanecer, nadando desnudos a mar abierto. Volvimos a sentir los ventipocos en el cuerpo y en las entrañas de dos personas de casi 50.
Sin tocarnos orquestábamos maravillosos amaneceres de risas y poesía y guardábamos cada momento en nuestras retinas, provocando que cada siguiente amanecer fuera más espectacular. Una armónica, brillante y sensual sintonía de placeres imparables que cada día buscaban nuevos sentidos, no por desear encontrar nada en concreto sino más bien por el placer de continuar en una búsqueda insaciable de lo desconocido.
Impregnados de intensidad llegamos ese día a la orilla de nuestra playa. Con la pureza de dos adolescentes nos desnudamos tirando la ropa sudada por la arena y competimos como niños para llegar hasta el mar a conquistar las olas, riendo y saltando como si el tiempo se hubiera detenido en otra época. Estábamos insultantemente brillantes, fuertes, dorados por el sol, hechos de energía pura y tal era esa energía que nos batimos en duelo de titanes. Sorprendentemente ganó él y tras ser vencida, se me ocurrió premiarle con un masaje de agua en su tonificada espalda. Nos prestábamos a todo tipo de retos y juegos y así le pedí que se tumbara boca arriba, con el mar de cuna, y rodeara con sus brazos mi cintura para mantenerse a flote cerca de mí, mis manos se deslizaban por su espalda mientras observaba desde arriba su cuerpo calmado y entregado al placer de la piel y el tacto. Tal era su estado de goce y disfrute que quiso ofrecerme el deleite de sumergirme en esas sensaciones e hizo lo mismo conmigo. Y perdimos de vista el mundo.
Sin saber cómo ni porqué nuestros cuerpos empezaron a diluirse uno en el otro, primero fueron las manos recorriendo cada centímetro de nuestros pliegues, después la piel entera se fundió en un baile de olas sedosas, y tras la piel nuestras bocas perdieron las palabras y los límites.
Sin decidirlo conscientemente, nuestros sexos se reencontraron con la intensidad y la dicha de quién vuelve a la anhelada casa después de años lejos del hogar. Éramos la pieza del puzzle que precisa el encaje perfecto. Inevitablemente nos perdimos en un sinfín de sensaciones alquímicas, cada penetración horadaba con más osadía en mis entrañas, abriéndome en canal el cuerpo y el alma, las respiraciones acompasadas inhalaban amor y exhalaban éxtasis tornándose fuente inagotable de infinitas olas de orgasmos y nuestras mentes se evaporaron bajo ese prodigioso amanecer de julio donde una fugaz serendipia nos encontró sumergidos en un sinlugar que ya nos había pertenecido hace tiempo.
Permanecimos en ese baile sin fin interminablemente, licuada la piel y el alma, vibrando en orgasmos que nos visitaban a cada ola, y en un instante nuestras miradas se reencontraron en la profundidad del éxtasis embriagadas de deseo y bienvenida.
Y ya no hubo ente terrenal ni divino que pudiera detener ese devenir, con el sol como testigo y el crepitar de las olas en nuestros oídos, fascinados, delirantes, y sorprendidos, volvimos sin palabras y sobre nuestros pasos a nuestras rutinas. Pero ya nunca más fueron lo que habían sido. Ese día marcó el inicio de una inconmensurable serendipia que se ha quedado a vivir en nosotros, donde hablan los cuerpos y se apagan las palabras, donde se resuelven los subterfugios de la vida, donde los latidos son la guía del camino a seguir, donde no hay condiciones ni futuros, solo presentes e intensidad de vida.
Por Rosa Libertad